Murió José “Pepe” Mujica: el guerrero austero que eligió morir en paz

José Alberto Mujica Cordano, expresidente de Uruguay y referente moral de la izquierda latinoamericana, falleció a los 89 años. La noticia fue confirmada este martes por el presidente Yamandú Orsi, quien anunció que Mujica murió tal como había vivido: con sobriedad, coherencia y sin dramatismos. “Hasta acá llegué”, había dicho a inicios de año. Su despedida no fue súbita; fue una retirada lúcida y voluntaria de quien resistió balas, encierros y tormentas políticas sin perder nunca la fe en la vida sencilla.
Vencedor de mil batallas, Mujica perdió la última contra el cáncer. Primero en el esófago, luego en el hígado. Las secuelas de la radioterapia le impidieron alimentarse con normalidad, y su cuerpo, que ya había sido minado por las secuelas del confinamiento militar —pérdida de un riñón, enfermedades de vejiga—, se rindió sin queja. Hace apenas tres meses hizo su última aparición pública en el cierre de campaña de su candidato, Yamandú Orsi, quien terminaría venciendo en la segunda vuelta. Fue su forma de dejar testamento político: pasando la estafeta sin melancolía, con la esperanza intacta.
La historia de Mujica se forja en una matriz de barro, balas y barrotes. Nacido en 1935 en el humilde barrio Paso de la Arena, su infancia quedó marcada por la muerte temprana de su padre y la austeridad rural. Desde joven militó en causas populares y en 1964 se sumó a la guerrilla tupamara. Recibió seis balazos, protagonizó fugas de película y fue uno de los “nueve rehenes” de la dictadura militar, condenado a años de aislamiento extremo. Pasó una década confinado en espacios mínimos, sin libros ni contacto humano. Allí, domesticó ranas, alimentó ratones y dialogó con su conciencia para no perder la razón. “Emergí más sabio”, solía decir.
Con la llegada de la democracia, Mujica fue indultado en 1985. Desde entonces, su vida fue una militancia ininterrumpida por causas sociales, ecológicas y humanas. En 1994 fue electo diputado; en 1999, senador; en 2005, ministro de Ganadería; en 2010, presidente de Uruguay con casi el 55% de los votos. Desde su chacra en Rincón del Cerro, donde vivió hasta sus últimos días rodeado de plantas, animales y libros, impulsó reformas de avanzada: legalización del aborto, del matrimonio igualitario y la regulación del cannabis, posicionando a Uruguay como un faro progresista.
Sin embargo, fue su estilo lo que lo convirtió en símbolo global. Vestía como campesino, viajaba en un viejo Volkswagen Escarabajo y rechazaba privilegios. Cuando los grandes medios lo llamaban “el presidente más pobre del mundo”, replicaba con ironía: “Pobre no es el que tiene poco, sino el que necesita mucho”. En su chacra recibía igual a jefes de Estado que a obreros. A todos les hablaba de libertad, de boludear como forma de creatividad, y de vivir con poco para vivir mejor.
A su lado estuvo siempre Lucía Topolansky, su compañera de lucha y de vida. Se conocieron en la clandestinidad, se reencontraron tras la dictadura y nunca se separaron. Mujica decía que el amor, en la vejez, “es una dulce costumbre” y confesaba que debía su vida a ella.
Su presidencia no estuvo exenta de críticas. Algunos le reprocharon no haber impulsado con mayor firmeza el enjuiciamiento a los responsables de crímenes de la dictadura. Él respondía con una mezcla de filosofía y pragmatismo: “No usé el poder para condenar a los milicos. En la vida hay heridas que no tienen cura, y hay que aprender a seguir viviendo”.
En 2018 se retiró de la política activa con una carta que anunciaba su cansancio. Siguió opinando, pero cada vez menos. En sus últimos días pidió que no lo molestaran más. Quería morir en su casa, bajo la secuoya en cuyo pie había enterrado a su perra Manuela. “Ya terminé mi ciclo. Me estoy muriendo. El guerrero tiene derecho a su descanso”, dijo. Y así se fue: sin pedir perdón, sin pedir permiso.
Deja como herencia una forma de hacer política despojada de vanidades, profundamente ética, guiada por la coherencia entre el discurso y la vida. Su legado no cabe en una estatua ni en una consigna. Vive, como él mismo dijo, en los sueños que peleó, en el barro que pisó, en las preguntas que nunca dejó de hacerse.